Miguel Hernández fue condenado a muerte en un Consejo de Guerra celebrado el 18 de enero de 1940; su delito: Adhesión a la rebelión militar. Siete meses después, gracias a los desvelos de José Mª de Cossío –para quien el poeta había trabajado como mecanógrafo en su voluminosa obra “Los toros” (conocida vulgarmente como El Cossío)-, le fue conmutada la pena de muerte por la inmediata inferior: treinta años y un día de cárcel. Sólo tenía 29 años.
¡Qué serían aquellos largos meses esperando noche sí y noche también que se abriera el cerrojo de la celda y un carcelero de gesto adusto y mal encarado pronunciase con indisimulada satisfacción tu nombre!... Y al amanecer serías un cadáver más… Otro García Lorca.
Apuntes biográficos
Hasta los veintiún años de edad había vivido Miguel en su Orihuela natal –pastor de cabras desde los 14 años por decisión paterna, “de padre cabrero, hijos cabreros”-, pero su afán por ser escritor, la vocación irrenunciable de ser poeta lo abocaría hacia Madrid, a mezclarse sin claro porvenir en el hervidero bullicioso que entonces era el mundo literario de la capital. Y ya no hubo posible marcha atrás: sería poeta.
No se significó especialmente en los años de la Segunda República como un escritor revolucio-nario y comprometido, ni tuvo militancia política definida en esos años. Su entrega era total a la misión, sagrada para él, de escribir y llegar a ser un gran poeta y autor teatral a la imagen de su admirado Fede-rico García Lorca.
Pero la llegada de la Guerra en 1936 lo llevaría a tomar partido de un modo rotundo, radical, firme y sin vuelta posible. Tal y como él era.
Aunque pasa en su tierra los dos primeros meses de la Guerra, enfrascado en finalizar una obra teatral que quiere presentar a un concurso literario organizado por el Ayuntamiento de Madrid – El labrador de más aire -, la noticia del asesinato en Granada de su querido García Lorca lo lanza sin más a la vorágine del frente de batalla (él, que no hizo la mili por ser excedente de cupo) y en septiembre ya es miliciano en el 5º Regimiento: en la ficha de alistamiento figura como mecanógrafo perteneciente al Partido Comunista. Seguramente, en esta decisión tuvieron mucho que ver el poeta Rafael Alberti y su esposa, María Teresa León, que ya pertenecían al partido de tiempo atrás, aunque ellos no fueron al Frente.
Tras unos primeros meses como soldado en el Batallón de Zapadores Minadores en la defensa norte, oeste y sur de Madrid, acaba formando parte del llamado “Batallón del Talento”, que era la 10ª Brigada de la 11ª División del Quinto Regimiento, con jefes tan significativos como El Campesino y Enri-que Líster. Allí su misión sería publicar el periódico de la Brigada, organizar la biblioteca y repartir la prensa.
Ya, a finales de noviembre de 1936, es todo un comisario político encargado de tareas culturales encaminadas a levantar el espíritu de la tropa, es decir, es un agitador de conciencias a través de sus poemas y las obras de teatro que compondrá en estos años. Con sus versos recorrió buena parte de los frentes republicanos: Batalla del Jarama, Guadalajara, Frente Sur, Santa María de la Cabeza, Frente de Extremadura, Teruel… Y así hasta el final de la contienda.
Estos fueron sus delitos.
El “Vía Crucis” carcelario
Miguel se había casado a primeros de marzo de 1937 con su novia oriolana, Josefina, hija de un guardia civil asesinado en Elda por milicianos al comienzo de la Guerra. En diciembre del mismo año nació Manolillo, el hijo que lo prolongaba y colmaba sus tremendos deseos de ser padre.
Sólo diez meses viviría aquel niño (muerto mío), que murió a causa de infecciones intestinales y una posterior desnutrición.
Todo comenzaba a desmoronarse en el futuro del poeta. Sin embargo, en enero del 39 nace el segundo hijo, Manuel Miguel –protagonista de las Nanas de la cebolla, que le escribió en la cárcel de Torrijos de Madrid cuando su mujer le dice por carta que sólo tienen para comer cebollas-, al que poco tiempo podrá tener entre sus brazos… Lo estaban ya esperando las lóbregas paredes de las cárceles en las que fue dejando su vida: camino sin retorno hacia una muerte tan injusta como cierta.
Primera estación
Terminada la Guerra (…cautivo y desarmado el Ejército Rojo…), Miguel regresa a su tierra, pen-sando que no tiene nada que temer, pero allí no se siente seguro y marcha hacia Portugal; trata de llegar a la Embajada de Chile en Lisboa para conseguir un pasaporte que lo lleve al otro lado del mar, donde lo espera su amigo, el poeta chileno Pablo Neruda. El 30 de abril entra andando por la provincia de Huelva hasta Santo Aleixo, un pequeño pueblo portugués. Necesita comer y vende lo único que tiene de valor: el reloj de oro que le había regalado en su boda otro gran amigo, el poeta Vicente Aleixandre. El mismo individuo que se lo compra, lo acaba denunciando a la policía por su mal aspecto. La policía portuguesa lo devuelve al puesto fronterizo de Rosal de la Frontera, en Huelva, presuponiendo que es un simple ladronzuelo. Los policías reciben a cambio una recompensa de cinco pesetas.
Pero en este pueblo onubense la suerte se va a mostrar ya abiertamente en su contra: allí hay un paisano suyo, guardia civil, que lo reconoce y lo acusa de haber sido un peligroso escritor comunista. La semana que pasa en este pueblo es horrible, los interrogatorios sin fin se alternan con continuas palizas que lo hacen orinar sangre.
El 9 de mayo ya estaba en la prisión de Huelva y el 11 en la de Sevilla “indocumentado y sospe-choso”.
Segunda estación
A mediados del mes de mayo el poeta está ya en su destino: la cárcel de la calle Torrijos, en Madrid, cuarta galería. El hacinamiento de presos, el calor sofocante, la falta de higiene… la espera sin esperanza.
Miguel mueve en estos meses, por correo, todas las amistades que piensa que pueden ayudar a su salida de aquella situación. Su mujer y su hijo lo necesitan. Y, aunque sabe que el destino de un comisario político es el paredón, no deja entrever preocupación especial en ninguna de las cartas que escribe.
De manera totalmente inesperada es puesto en libertad el 15 de septiembre. Un complicado laberinto burocrático entre distintos juzgados lo conduce a la libertad.
Tercera estación
Una nueva oportunidad, la segunda, para salir de España. Pero Miguel es confiado; sigue pen-sando que no ha hecho nada malo y vuelve con su mujer a Cox, pueblecito cercano a Orihuela donde ella vive desde el comienzo de la Guerra. Catorce días dura la libertad. El mismo día de su santo está en Orihuela. El Patagorda, oficial del juzgado, y un inspector de la guardia municipal lo detienen en plena calle (“Ahí va ese hijo de puta”. “Eso lo arreglo yo enseguida”.), y, paseado por todo el pueblo con las esposas puestas, es conducido al Seminario, cuyos oscuros sótanos se han habilitado como prisión al terminar la Guerra. Aquí pasa dos meses angustiosos, sin visitas, sin apenas comida, y recibiendo ma-chaconamente un trato “especial” por parte de sus paisanos carceleros.
Cuarta estación
El entuerto burocrático que lo había puesto en libertad en septiembre del 36 se deshizo pronto y el Ministerio de Justicia reclama el preso al gobernador civil de Alicante. En la noche del 3 de diciem-bre ya está en la prisión madrileña de la Plaza del Conde de Toreno, con la citación para el Consejo de Guerra del próximo 18 de enero. La suerte está definitivamente echada.
En una vista que apenas dura dos horas son juzgadas 29 personas, de las que diecisiete son condenadas a muerte, incluido nuestro poeta.
Miguel pasa los meses siguientes esperando la noche fatídica final. A la hora del toque de silencio, si el corneta alarga el pitido final, es señal de que esa noche hay “saca”, si acaba bruscamente, se puede dormir tranquilo. Así siete largos meses. Pero él jamás manifiesta a su familia ni el hecho de que haya sido juzgado, ni, por supuesto, el de la condena. Todos creen que aún no ha sido juzgado. Postura de hombre íntegro.
Y cuando en julio ya sabe que su pena ha sido conmutada por 30 años y un día, escribe a su mujer con esta mentira: Alégrate, Josefina. Me han juzgado y he firmado doce años y un día. No te miento. El fiscal pedía treinta, y al fin me han rebajado dieciocho.
Las últimas estaciones
Era costumbre trasladar a los presos por los distintos penales del país. Turismo carcelario. Siem-pre hacia lugares alejados del domicilio familiar. Con cambios continuos de compañeros, conducidos en vagones de ganado, por vías secundarias, con paradas eternas y constantes escalas en otros presidios para recoger más presos. Y al llegar al nuevo destino, el “período sanitario”: quince o veinte días de aislamiento, sin visitas ni correspondencia. Una maravilla. ¡Qué ironía: el Director de Prisiones se llamaba Máximo Cuervo!
Así, Miguel está en septiembre de 1940 en la prisión provincial de Palencia y de allí sale, de nuevo hacia Madrid, prisión de Yeserías, el 24 de noviembre del mismo año, para llegar al Reformatorio de Adultos de Ocaña, en Toledo, cuatro días después (curioso ese eufemismo de Reformatorio de Adultos).
Aquí se va a encontrar con antiguos compañeros de su estancia en la primera cárcel madrileña y va a pasar un periodo de tiempo mayor, hasta junio de 1941. Según consta, la actividad reformatoria más principal que desempeñaban los presos a diario era despiojarse.
Y Miguel comenzó a arrastrar problemas respiratorios y pulmonares que ya nunca curó y aca-barían con él al año siguiente.
También en Ocaña recibe continuas visitas (la proximidad de Madrid es determinante) que lo presionan para que ceda ideológicamente y colabore, en alguna medida, con el nuevo Régimen, escri-biendo en las revistas literarias de nueva creación. A cambio se le ofrece la libertad. Dura tesitura para una persona tan cabal.
Ayudado por miembros de la Embajada de Chile en Madrid, consigue el traslado definitivo al Reformatorio de Adultos de Alicante: 29 de junio de 1941. Por fin está cerca de los suyos y lejos de las presiones de los “amigos”, que quieren reconducir sus ideales hacia caminos tan incomprensibles para él, como indignos para su conciencia.
Aquí pudo abrazar a su hijo, al que tan poquito había visto, en el patio de la prisión, como una gracia excepcional, el día de la Virgen de la Merced.
Su padre jamás fue a verlo. Tampoco acudiría a su entierro. Él se lo ha buscado, dijo cuando le comunicaron su muerte.
Y final…
30 de noviembre de 1941: Miguel ingresa en la enfermería de la prisión, aquejado de tifus, que degenera en tuberculosis pulmonar. Una sentencia de muerte más certera que la del año anterior. Su estado de salud se deteriora rápidamente. Se mueven hilos para intentar un traslado a algún hospital de Alicante, pero los permisos no llegan.
El 4 de marzo de 1942 acepta casarse eclesiásticamente para que su mujer no quede como soltera (los matrimonios civiles habían sido anulados). La ceremonia se realiza en la propia enfermería de la cárcel, in articulo mortis.
El 28 de marzo de 1942 el poeta se extingue definitivamente. Tenía 31 años.
Bibliografía utilizada:
SÁNCHEZ VIDAL, A. y otros, “Miguel Hernández. Obra completa”. Ed. Espasa Calpe. Madrid, 1992
FERRIS, José Luis, “Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta”. Ed. Temas de hoy. Madrid, 2002
MARTÍN, Eutimio, “El oficio de poeta. Miguel Hernández”. Ed. Aguilar. Madrid, 2010
¡Qué serían aquellos largos meses esperando noche sí y noche también que se abriera el cerrojo de la celda y un carcelero de gesto adusto y mal encarado pronunciase con indisimulada satisfacción tu nombre!... Y al amanecer serías un cadáver más… Otro García Lorca.
Apuntes biográficos
Hasta los veintiún años de edad había vivido Miguel en su Orihuela natal –pastor de cabras desde los 14 años por decisión paterna, “de padre cabrero, hijos cabreros”-, pero su afán por ser escritor, la vocación irrenunciable de ser poeta lo abocaría hacia Madrid, a mezclarse sin claro porvenir en el hervidero bullicioso que entonces era el mundo literario de la capital. Y ya no hubo posible marcha atrás: sería poeta.
No se significó especialmente en los años de la Segunda República como un escritor revolucio-nario y comprometido, ni tuvo militancia política definida en esos años. Su entrega era total a la misión, sagrada para él, de escribir y llegar a ser un gran poeta y autor teatral a la imagen de su admirado Fede-rico García Lorca.
Pero la llegada de la Guerra en 1936 lo llevaría a tomar partido de un modo rotundo, radical, firme y sin vuelta posible. Tal y como él era.
Aunque pasa en su tierra los dos primeros meses de la Guerra, enfrascado en finalizar una obra teatral que quiere presentar a un concurso literario organizado por el Ayuntamiento de Madrid – El labrador de más aire -, la noticia del asesinato en Granada de su querido García Lorca lo lanza sin más a la vorágine del frente de batalla (él, que no hizo la mili por ser excedente de cupo) y en septiembre ya es miliciano en el 5º Regimiento: en la ficha de alistamiento figura como mecanógrafo perteneciente al Partido Comunista. Seguramente, en esta decisión tuvieron mucho que ver el poeta Rafael Alberti y su esposa, María Teresa León, que ya pertenecían al partido de tiempo atrás, aunque ellos no fueron al Frente.
Tras unos primeros meses como soldado en el Batallón de Zapadores Minadores en la defensa norte, oeste y sur de Madrid, acaba formando parte del llamado “Batallón del Talento”, que era la 10ª Brigada de la 11ª División del Quinto Regimiento, con jefes tan significativos como El Campesino y Enri-que Líster. Allí su misión sería publicar el periódico de la Brigada, organizar la biblioteca y repartir la prensa.
Ya, a finales de noviembre de 1936, es todo un comisario político encargado de tareas culturales encaminadas a levantar el espíritu de la tropa, es decir, es un agitador de conciencias a través de sus poemas y las obras de teatro que compondrá en estos años. Con sus versos recorrió buena parte de los frentes republicanos: Batalla del Jarama, Guadalajara, Frente Sur, Santa María de la Cabeza, Frente de Extremadura, Teruel… Y así hasta el final de la contienda.
Estos fueron sus delitos.
El “Vía Crucis” carcelario
¿Qué hice para que pusieran
a mi vida tanta cárcel?
a mi vida tanta cárcel?
Miguel se había casado a primeros de marzo de 1937 con su novia oriolana, Josefina, hija de un guardia civil asesinado en Elda por milicianos al comienzo de la Guerra. En diciembre del mismo año nació Manolillo, el hijo que lo prolongaba y colmaba sus tremendos deseos de ser padre.
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.
Sólo diez meses viviría aquel niño (muerto mío), que murió a causa de infecciones intestinales y una posterior desnutrición.
El hijo primero,
primera alegría.
Primer desengaño.
Primer ataúd
que estrecho en mis brazos,
que deja mi casa
sangrando.
primera alegría.
Primer desengaño.
Primer ataúd
que estrecho en mis brazos,
que deja mi casa
sangrando.
Todo comenzaba a desmoronarse en el futuro del poeta. Sin embargo, en enero del 39 nace el segundo hijo, Manuel Miguel –protagonista de las Nanas de la cebolla, que le escribió en la cárcel de Torrijos de Madrid cuando su mujer le dice por carta que sólo tienen para comer cebollas-, al que poco tiempo podrá tener entre sus brazos… Lo estaban ya esperando las lóbregas paredes de las cárceles en las que fue dejando su vida: camino sin retorno hacia una muerte tan injusta como cierta.
Primera estación
Terminada la Guerra (…cautivo y desarmado el Ejército Rojo…), Miguel regresa a su tierra, pen-sando que no tiene nada que temer, pero allí no se siente seguro y marcha hacia Portugal; trata de llegar a la Embajada de Chile en Lisboa para conseguir un pasaporte que lo lleve al otro lado del mar, donde lo espera su amigo, el poeta chileno Pablo Neruda. El 30 de abril entra andando por la provincia de Huelva hasta Santo Aleixo, un pequeño pueblo portugués. Necesita comer y vende lo único que tiene de valor: el reloj de oro que le había regalado en su boda otro gran amigo, el poeta Vicente Aleixandre. El mismo individuo que se lo compra, lo acaba denunciando a la policía por su mal aspecto. La policía portuguesa lo devuelve al puesto fronterizo de Rosal de la Frontera, en Huelva, presuponiendo que es un simple ladronzuelo. Los policías reciben a cambio una recompensa de cinco pesetas.
Pero en este pueblo onubense la suerte se va a mostrar ya abiertamente en su contra: allí hay un paisano suyo, guardia civil, que lo reconoce y lo acusa de haber sido un peligroso escritor comunista. La semana que pasa en este pueblo es horrible, los interrogatorios sin fin se alternan con continuas palizas que lo hacen orinar sangre.
El 9 de mayo ya estaba en la prisión de Huelva y el 11 en la de Sevilla “indocumentado y sospe-choso”.
Segunda estación
A mediados del mes de mayo el poeta está ya en su destino: la cárcel de la calle Torrijos, en Madrid, cuarta galería. El hacinamiento de presos, el calor sofocante, la falta de higiene… la espera sin esperanza.
Miguel mueve en estos meses, por correo, todas las amistades que piensa que pueden ayudar a su salida de aquella situación. Su mujer y su hijo lo necesitan. Y, aunque sabe que el destino de un comisario político es el paredón, no deja entrever preocupación especial en ninguna de las cartas que escribe.
De manera totalmente inesperada es puesto en libertad el 15 de septiembre. Un complicado laberinto burocrático entre distintos juzgados lo conduce a la libertad.
Tercera estación
Una nueva oportunidad, la segunda, para salir de España. Pero Miguel es confiado; sigue pen-sando que no ha hecho nada malo y vuelve con su mujer a Cox, pueblecito cercano a Orihuela donde ella vive desde el comienzo de la Guerra. Catorce días dura la libertad. El mismo día de su santo está en Orihuela. El Patagorda, oficial del juzgado, y un inspector de la guardia municipal lo detienen en plena calle (“Ahí va ese hijo de puta”. “Eso lo arreglo yo enseguida”.), y, paseado por todo el pueblo con las esposas puestas, es conducido al Seminario, cuyos oscuros sótanos se han habilitado como prisión al terminar la Guerra. Aquí pasa dos meses angustiosos, sin visitas, sin apenas comida, y recibiendo ma-chaconamente un trato “especial” por parte de sus paisanos carceleros.
A mis paisanos les interesa mucho hacerme notar el mal corazón que tienen, y lo estoy experimentando desde que caí en manos de ellos. No me perdonarán nunca los señoritos que haya puesto mi poca o mi mucha inteligencia, mi poco o mi mucho corazón, desde luego mis dos cosas más grandes que todos ellos juntos, al servicio del pueblo de una manera franca y noble. Ellos preferirían que fuese un sinvergüenza. Ni lo han conseguido ni lo conseguirán. Mi hijo heredará de su padre, no dinero; honra.
Cuarta estación
El entuerto burocrático que lo había puesto en libertad en septiembre del 36 se deshizo pronto y el Ministerio de Justicia reclama el preso al gobernador civil de Alicante. En la noche del 3 de diciem-bre ya está en la prisión madrileña de la Plaza del Conde de Toreno, con la citación para el Consejo de Guerra del próximo 18 de enero. La suerte está definitivamente echada.
En una vista que apenas dura dos horas son juzgadas 29 personas, de las que diecisiete son condenadas a muerte, incluido nuestro poeta.
Miguel pasa los meses siguientes esperando la noche fatídica final. A la hora del toque de silencio, si el corneta alarga el pitido final, es señal de que esa noche hay “saca”, si acaba bruscamente, se puede dormir tranquilo. Así siete largos meses. Pero él jamás manifiesta a su familia ni el hecho de que haya sido juzgado, ni, por supuesto, el de la condena. Todos creen que aún no ha sido juzgado. Postura de hombre íntegro.
Y cuando en julio ya sabe que su pena ha sido conmutada por 30 años y un día, escribe a su mujer con esta mentira: Alégrate, Josefina. Me han juzgado y he firmado doce años y un día. No te miento. El fiscal pedía treinta, y al fin me han rebajado dieciocho.
Las últimas estaciones
Era costumbre trasladar a los presos por los distintos penales del país. Turismo carcelario. Siem-pre hacia lugares alejados del domicilio familiar. Con cambios continuos de compañeros, conducidos en vagones de ganado, por vías secundarias, con paradas eternas y constantes escalas en otros presidios para recoger más presos. Y al llegar al nuevo destino, el “período sanitario”: quince o veinte días de aislamiento, sin visitas ni correspondencia. Una maravilla. ¡Qué ironía: el Director de Prisiones se llamaba Máximo Cuervo!
Así, Miguel está en septiembre de 1940 en la prisión provincial de Palencia y de allí sale, de nuevo hacia Madrid, prisión de Yeserías, el 24 de noviembre del mismo año, para llegar al Reformatorio de Adultos de Ocaña, en Toledo, cuatro días después (curioso ese eufemismo de Reformatorio de Adultos).
Aquí se va a encontrar con antiguos compañeros de su estancia en la primera cárcel madrileña y va a pasar un periodo de tiempo mayor, hasta junio de 1941. Según consta, la actividad reformatoria más principal que desempeñaban los presos a diario era despiojarse.
Y Miguel comenzó a arrastrar problemas respiratorios y pulmonares que ya nunca curó y aca-barían con él al año siguiente.
También en Ocaña recibe continuas visitas (la proximidad de Madrid es determinante) que lo presionan para que ceda ideológicamente y colabore, en alguna medida, con el nuevo Régimen, escri-biendo en las revistas literarias de nueva creación. A cambio se le ofrece la libertad. Dura tesitura para una persona tan cabal.
Ayudado por miembros de la Embajada de Chile en Madrid, consigue el traslado definitivo al Reformatorio de Adultos de Alicante: 29 de junio de 1941. Por fin está cerca de los suyos y lejos de las presiones de los “amigos”, que quieren reconducir sus ideales hacia caminos tan incomprensibles para él, como indignos para su conciencia.
Aquí pudo abrazar a su hijo, al que tan poquito había visto, en el patio de la prisión, como una gracia excepcional, el día de la Virgen de la Merced.
Su padre jamás fue a verlo. Tampoco acudiría a su entierro. Él se lo ha buscado, dijo cuando le comunicaron su muerte.
Y final…
30 de noviembre de 1941: Miguel ingresa en la enfermería de la prisión, aquejado de tifus, que degenera en tuberculosis pulmonar. Una sentencia de muerte más certera que la del año anterior. Su estado de salud se deteriora rápidamente. Se mueven hilos para intentar un traslado a algún hospital de Alicante, pero los permisos no llegan.
El 4 de marzo de 1942 acepta casarse eclesiásticamente para que su mujer no quede como soltera (los matrimonios civiles habían sido anulados). La ceremonia se realiza en la propia enfermería de la cárcel, in articulo mortis.
El 28 de marzo de 1942 el poeta se extingue definitivamente. Tenía 31 años.
No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?
Libre soy, siénteme libre.
Sólo por amor.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
me es pequeño y exterior.
¿Quién encierra una sonrisa?
¿Quién amuralla una voz?
Libre soy, siénteme libre.
Sólo por amor.
En Cardeña, verano de 2010. Pedro A. Serrano Salas
Bibliografía utilizada:
SÁNCHEZ VIDAL, A. y otros, “Miguel Hernández. Obra completa”. Ed. Espasa Calpe. Madrid, 1992
FERRIS, José Luis, “Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta”. Ed. Temas de hoy. Madrid, 2002
MARTÍN, Eutimio, “El oficio de poeta. Miguel Hernández”. Ed. Aguilar. Madrid, 2010
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